Otro día más y la misma rutina aburrida e insulsa de todos los días. Siempre viendo todo desde la barrera, ¿por qué Marco aún no confía en mí? Estoy harta de ser la chica de los cafés y los recados. «Ada, tráeme un café», «Ada, recoge mi ropa de la tintorería», «Ada, lleva a mis chicos a la peluquería» (él llama «sus chicos» a sus dos insufribles chihuahuas), y así una larga lista de cosas que debería hacer él mismo; pero, claro, es demasiado divo, estupendo y maravilloso como para hacer esas cosas vulgares de persona normal. Aunque debo reconocer que, por lo menos, recuerda mi nombre. Voy renegando, despotricando; echar espumarajos por la boca sería demasiado evidente. De pronto, choco con alguien. ¡Oh, mierda y requetemierda! Levanto la mirada, temerosa, y veo que el café que llevaba en las manos ahora está en la camisa de mi jefe. Lo miro a los ojos, aunque, a decir verdad, mejor no haber...