Otro día más y la misma rutina aburrida e insulsa de todos los días. Siempre viendo todo desde la barrera, ¿por qué Marco aún no confía en mí? Estoy harta de ser la chica de los cafés y los recados.
«Ada, tráeme un café», «Ada, recoge mi ropa de la tintorería», «Ada, lleva a mis chicos a la peluquería» (él llama «sus chicos» a sus dos insufribles chihuahuas), y así una larga lista de cosas que debería hacer él mismo; pero, claro, es demasiado divo, estupendo y maravilloso como para hacer esas cosas vulgares de persona normal. Aunque debo reconocer que, por lo menos, recuerda mi nombre.
Voy renegando, despotricando; echar espumarajos por la boca sería demasiado evidente. De pronto, choco con alguien. ¡Oh, mierda y requetemierda! Levanto la mirada, temerosa, y veo que el café que llevaba en las manos ahora está en la camisa de mi jefe. Lo miro a los ojos, aunque, a decir verdad, mejor no haberlo hecho. Si las miradas matasen…
—Pero ¡¿en qué narices estás pensando?! ¡Mira cómo me has puesto! ¡¿Sabes lo que vale esta ropa?!
—Yo… lo siento, es que no le he visto y…
—¡¿Que no me has visto?!
—No.
—¿Y se puede saber qué narices estabas mirando?
—Yo, lo siento, de verdad.
—Me dan igual tus estúpidas disculpas. ¡Me has arruinado la ropa! Esta ropa vale más que todos esos trapejos que llevas. Es que no sirves ni para traer el café. Estás despedida.
—No, por favor, no me despida.
—Mucho he tardado en despedirte. Asúmelo, Ada. ¡No tienes talento! Llevas más de medio año, y sigo sin ver nada en ti. Este no es tu sitio. Te has equivocado de carrera.
—Pero… si ni siquiera ha visto mis diseños.
—No me hace falta. Con verte a ti me basta.
—Deme una segunda oportunidad. No le defraudaré, lo prometo.
—¿Y qué vas a enseñarme? ¿Faldas de volantes y camisas de flores?
—No…, si me diera una oportunidad…
—¿Una oportunidad? Te la he dado. ¿Qué crees que hacías aquí? Si no has sabido aprovecharla, es tu problema. Muchos matarían por tu puesto. —Ya me está cabreando… ¿Lo dice en serio?
—¿Por traerle el café? ¿Por llevar su «exquisita ropa» a la lavandería? ¡¿O por llevar a bañar a sus chuchos?!
Todo el mundo nos mira, si es que aún quedaba alguien que no lo estuviera haciendo. Mi jefe está rojo de rabia, más si cabe, y acercándose a mi cara, sisea:
—Fuera de aquí, estás despedida. ¡Recoge tus cosas y lárgate! Apártate de mi camino.
Me hago a un lado y lo dejo pasar. Cuando levanto la vista veo a todos mis compañeros y todos los modelos mirándome; algunos, con cara de pena, y otros, con superioridad. Estoy más que harta; se pueden ir todos a paseo, me largo de aquí. ¿Para qué suplicar más? Ni hablar. Total, ese estirado no me ha valorado en ningún momento. Me dirijo a mi escritorio, cojo una bolsa de tela de uno de mis cajones y empiezo a meter todas mis cosas. Tampoco es que haya mucho que recoger, la verdad. Quizá nunca haya sentido este trabajo como mío y por eso ni siquiera siento que el escritorio me pertenezca. A partir de hoy, empieza una nueva etapa. Tengo que ser positiva, seguro que mi suerte cambia. Lo que está por venir tiene que ser bueno. ¡Debe serlo!
Voy a Recursos Humanos, firmo mi carta de despido y bajo en ascensor las trece plantas hasta la calle. Si es que trabajar en la planta número trece no podía traerme suerte… Llamadme supersticiosa,
pero el tiempo me ha dado la razón.
A esta hora la calle es un hervidero de gente, todo el mundo va de un lado a otro buscando un restaurante donde almorzar. Todos van hablando por teléfono, seguro que manteniendo importantes conversaciones. En medio de todos ellos… estoy yo. Parada frente a la puerta de mi extrabajo y con la bolsa con mis pocas pertenencias colgando de mi mano. Intento decidir cuál va a ser mi siguiente movimiento.
Una idea cruza por mi cabeza, y no es porque sea mía, pero creo que es la mejor idea que he tenido en mucho tiempo. ¿Que cuál es? Tres palabras: helado de chocolate.
Camino hasta el centro comercial más cercano, seguro que hay alguna heladería. No entiendo cómo trabajando tan cerca nunca había entrado a este lugar; aunque supongo que será porque siempre he preferido las tiendas pequeñas, no me gustan las cosas hechas a gran escala. Me gusta que sean únicas.
Quizá es un buen momento para explicaros que soy diseñadora de moda, aunque no ejerzo como tal. Creía que mi antiguo jefe me daría la oportunidad de mostrarle mis creaciones, pero nunca lo hizo.
Diseño mi ropa y, alguna que otra vez, familiares y conocidos me han pedido que les haga una pieza, pero hasta ahí llega toda mi experiencia. Debo decir que estoy orgullosa de ella, me encanta la
ropa con alma y supongo que por eso desde hace años no he entrado a un centro comercial a comprarme nada.
Me gusta que lo que lleve puesto represente lo que soy y cómo me siento en cada momento. Puede sonar a una tontería, pero, para mí, es muy importante. Desde pequeña ya tenía claro a qué quería dedicarme de mayor. Les hacía los vestidos a mis muñecas; incluso, vestía al perro de la familia, cosa que cabreaba enormemente a mi hermano. Le sacaba de quicio que pusiera vestidos al que, según él, era todo un macho alfa. Nuestro perro era un adorable Bulldog; macho, sí, pero adorable.
Llego hasta una heladería y pido mi helado. Mientras lo preparan, me pongo a mirar el móvil. ¡Dios, tengo doscientas notificaciones! ¿Qué está pasando? ¡No puede ser! Han grabado el momento en el que Marco me despedía. Mi vida se ha acabado. ¿Es que esta gente no tiene otra cosa que hacer?
—Aquí tiene —dice la heladera, señalando la tarrina de chocolate.
—¡Oh, gracias! —alcanzo a decir. Pero, antes de que pueda hacer nada, un hombre trajeado coge mi helado y le da las gracias a la heladera—. Perdona, ese helado lo he pedido yo. —Debe de ser una equivocación. Sí, porque, además, no queda más de chocolate.
—No, este helado es mío —dice el hombre trajeado.
—Mira, he tenido un día penoso. ¡Necesito ese helado! —Puedo parecer desesperada, incluso borde, pero estoy siendo muy simpática.
—Lo siento por ti. Pero yo lo he pedido antes.
—Son cuatro con ochenta euros. ¿A quién le cobro? — interviene la heladera.
Antes de que pueda hacer nada, le doy un billete de cinco euros, le quito la tarrina de las manos, en menos que canta un gallo, y corro. Doy vergüenza ajena, lo sé.
—¡Gracias! Hasta luego —grito, mientras sigo corriendo. Al menos, soy educada.
—Espero que el resto del día sea tan agradable como tú. —Oigo antes de salir de la heladería.
—Será imbécil. —Ups, he dicho eso en voz alta…
—Al menos no voy vestido como un esperpento.
—¡Que te den, señor engreído ladrón de helados! —Salgo, toda digna.
Por fin lo pierdo de vista. ¿Es que no quedan hombres educados? Guapo sí, pero vaya morro tiene, querer robarme mi preciado helado con las más deliciosas y exquisitas chispitas de chocolate. Pero ¿dónde se ha visto eso? En fin. Me siento en un banco y me quedo empanada, mirando el suelo, mientras devoro mi helado. Me siento una anciana viendo la vida pasar. Tengo ganas de llorar desconsoladamente. Qué asco de vida. A ver si van a tener razón, y no tengo talento. Tanta carrera y tanto trabajo duro, ¿para nada? Para colmo, empieza a sonar Adele y su Somebody Like You por todo el centro comercial. Me pongo a cantar de forma dramática. Yo sí que tengo un problema. Tengo que cambiar el chip ya. Pero, mientras, me regocijo en mi propia desgracia. Como drama queen me llevaría el primer premio.
Cuando termino el helado, me pongo en pie. Al cruzar las puertas del centro comercial, veo a un chico joven repartiendo boletos. Al verme, se acerca a mí y me ofrece uno.
—¡Hola! ¿Te apetece participar en un sorteo?
—No sé, no es que tenga mucha suerte, así que dudo que me toque algo.
—Bueno, si no rellenas el boleto, no lo sabrás.
—Cierto, tienes razón. ¿Qué sortean?
—Un viaje. —Mmm…, vacaciones… Hace siglos que no tengo vacaciones.
—Has dicho la palabra mágica. —Él sonríe y pone un boleto en mi mano.
—Rellénalo y ponlo en la urna roja que hay en aquella mesa. El sorteo se efectuará a las dos, en la primera planta, ya verás que han montado un pequeño escenario para la ocasión.
—Vale, gracias. —Miro mi reloj y veo que son las doce. Bueno, mientras, doy una vuelta y se me pasará el rato rápido. Tampoco tengo nada mejor que hacer, así que me quedaré a ver el sorteo y al
afortunado que gane.
—De nada y suerte.
Me dirijo adonde me ha dicho, dejo la bolsa con mis cosas en el suelo, a un lado, relleno los datos rápidamente y meto el papelito en la urna roja. No creo que me vaya a tocar, pero por probar no pierdo nada.
Me giro para recoger mi bolsa y empiezo a ponerme nerviosa cuando no la veo. No puede ser, ¿en serio? Camino por la zona, buscándola, pero no la encuentro. No puedo creerlo, me han robado la bolsa con las cuatro chorradas que tenía dentro. Vaya suerte tengo… El día va de mal en peor. Lo único que había de valor era una fotografía con mi abuela, pero, por suerte, tengo una copia en mi ordenador.
Me dirijo a Objetos Perdidos y doy parte del robo. La chica, muy amable, toma mis datos y me dice que me avisarán, si encuentran mis cosas. ¿Algo más podía pasarme hoy?
Entro en Primark. Sí, ya lo sé, yo no suelo entrar en estas tiendas, pero necesito distraerme. ¿A quién quiero engañar? El despido me ha dejado hecha polvo. Al rato, después de recorrerme todos los
pasillos y quedarme solo con un monedero rojo con un pompón, me dispongo a volver a casa. Entonces me acuerdo. ¡El sorteo! Anda que si me tocan unas vacaciones…, me arreglan el día.
Voy derechita hacia la primera planta donde hay una gran multitud de gente rodeando un escenario. Esto parece una firma de discos de algún cantante famoso. Me pongo a escuchar al presentador, que no acaba de atinar con el micrófono. Mira, otro torpe como yo.
—¡Buenas tardes a todos! Procedemos a explicar detalladamente las condiciones del sorteo. Esto no es un simple concurso, es la gran oportunidad de salir de la zona de confort y empezar una nueva vida. —¿Nueva vida? No suena mal, después de todo—. Los afortunados viajaréis alrededor del mundo, conoceréis otras culturas y viviréis experiencias que os pondrán constantemente a prueba. Esto no acaba aquí. Solo habrá dos ganadores y no os podréis separar mientras dure el viaje. En cada ciudad que visitéis tendréis un supervisor que os contará qué os espera en cada sitio. Inmortalizaréis vuestro recorrido en redes sociales. Os convertiréis en unos influencers. Y lo más importante, si conseguís terminar el viaje…, redoble de tambores…, el premio es una dotación económica de cien mil euros por persona. —¿Tan difícil puede ser acabar un viaje con otra persona? ¿En qué narices estarán pensando para pintarlo de esa manera?—. Os preguntaréis cuál es el objetivo de este viaje. Se trata de un experimento social, cuyos participantes serán nuestros viajeros. ¿Qué pasa cuando juntas a
dos desconocidos en una vuelta al mundo? Pronto lo descubriremos.
»Los ganadores del sorteo tendréis cuarenta y ocho horas para preparar las maletas y poner rumbo a un destino desconocido. Así será siempre. Os esperará uno de los responsables del proyecto en el aeropuerto de El Prat para empezar el juego. ¿Alguna duda? ¿No? ¡Pues que empiece el sorteo!
Madre mía, pero ¿a qué clase de sorteo me he apuntado? Pensaba que eran unas simples vacaciones. Igualmente, puede ser divertido seguir a esta gente en redes sociales. Al fin y al cabo, es como un reality show. Y me encantan los realities.
—Y el primer ganador del sorteo es… ¡¡Ada Blanch!! Si te encuentras aquí, sube al escenario, por favor.
¡Esa soy yo! ¡Me ha tocado! ¡¡Ay, madre mía!! Me quedo con la boca abierta, anonadada. ¿Viaje? ¿Mundo? ¿Desconocido? Me da vértigo solo de pensarlo, pero tengo que dar la cara. Casi me da un mareo. Pero ¡si nunca me toca nada! ¿Qué casualidad es esta? Debo de estar soñando. En cuanto me pellizque estaré en mi cama, nerviosa por afrontar la próxima semana de trabajo. Levanto la mano tímidamente. Mierda, es real. El público me aplaude y me indica que suba al escenario. Allá voy. «Intenta no tropezar».
—Ada Blanch, eres la primera afortunada del día. ¿Estás dispuesta a participar en este experimento? —El presentador me mira expectante.
—Sí, estoy dispuesta. —Me falta el aire. Mientras, veo al público jalear el ambiente. ¿Qué he hecho? ¿En serio voy a hacer esto?
—Bien, ahora pasemos a conocer al segundo afortunado y tu posible compañero inseparable de viaje, Ada.
—Vamos.
—Y el segundo ganador del sorteo de los Social World Travelers es… ¡¡Gabriel Abad!! ¡Felicidades!
Entre la multitud se abre paso el ganador hasta que consigue subir al escenario. Por unos momentos lo miro intrigada, pues su cara me resulta familiar.
¡No puede ser! ¡Es el ladrón de helados! ¡El guapo maleducado! ¡El imbécil trajeado que se burló de mi ropa! Si es que, como dice @lavecinarubia, es para bajarse de la vida…
Cuando se coloca al otro lado del presentador, se inclina un poco hacía delante y me mira. Una de sus cejas se eleva y en su cara aparece una sonrisa de superioridad. Cuadro mis hombros, saco pecho y le devuelvo la mirada desafiante.
—Señor Abad, ¿acepta el reto? —le pregunta el presentador.
—Acepto.
Maldita mi suerte.
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